INJURIAS
El Senado ha aprobado este miércoles 25/05/2022 modificar el Código Penal para despenalizar las injurias a la Corona, con 145 síes, 111 noes y dos abstenciones.
Yo me he acordado de éste pasaje de Pío Baroja donde narra un episodio al paso de la comitiva de Alfonso XIII siendo todavía un niño y que sigue así (Aurora roja):
Comenzó a pasar la comitiva por entre las filas de soldados y los cuchillos del mauser, que refulgían al sol; aparecieron los palafreneros a caballo, abriendo la marcha, con sus trajes vistosos, de casaca, media blanca y sombrero de tres candiles; luego, siguieron varios coches, de concha y de laca pintados y dorados, con sus postillones a la grupa y sus lacayos tiesos, empelucados, llenos de galones, y los caballos hermosos, de movimientos petulantes, con penachos blancos y amarillos. Después de estos coches de respeto, pasaron otros también dorados, ocupados por señoras ajadas, adornadas con diademas, con el traje cubierto por montones de perlas, acompañadas por hombres de aire insignificante, enfundados en uniformes vistosos, con el pecho lleno de cruces y de placas...
–¿Quiénes
son? –preguntó Manuel.
–Serán
diputados o senadores.
–No –repuso
otro–; éstos son mayordomos de Palacio. Criados elegantes.
Dos viejas
gordas, sudorosas, vociferando, peleándose con la gente, llegaron
hasta ponerse en primera fila.
–Ahora
veremos bien –dijo una de ellas.
–¿Ve usted
esas que pasan por ahí? –dijo un aprendiz con sorna, señalando a las damas con el dedo. Pues esas son las
que hacen subir los garbanzos.
–Y que el
pueblo no pueda vivir –añadió un hombre de malas trazas.
–¡Qué feas
son! –murmuró una de las viejas gordas a su compañera.
–No, que
serán guapas –replicó el aprendiz. Con esa señora se podría poner una carnicería –añadió, señalando con el
dedo una anciana y melancólica ballena que iba en un
coche suspendido por muelles.
–Y tó lo
llevan al aire –siguió diciendo la vieja a su compañera, sin hacer caso de las observaciones del muchacho.
–Pa que no
las entre la polilla –replicó el aprendiz.
–Y tien las
tetas arrugás.
–No, que las
tendrán duras.
–¿Y esas
señoras son las ricas? –preguntó la lugareña a Manuel, muy preocupado.
–Sí.
–Parece que
tienen cara de no haberse desayunado nunca. ¿Verdad, usted? –preguntó el
aprendiz en serio.
–Ya vienen,
ya vienen.
Se estrechó
más la gente. Manuel tembló. Pasaron las infantas en sus coches, con los caballerizos a los lados; luego,
los príncipes de Asturias. –¡Ahí va
Caserta! –se oyó decir. Luego del coche de los príncipes
vino otro vacío, después unos cuantos soldados
de la Escolta Real y el rey, la reina y una infanta. El rey saludaba militarmente, hundido en el coche, con
el aire fatigado e inexpresivo.
La regente,
rígida, miraba a la multitud con indiferencia, y sólo en los ojos de la infanta, de tez morena, había un
relámpago de vida y alegría.
–Qué delgado
está.
Pasó todo el
cortejo; la masa de gente se hizo más permeable.
Manuel pudo
acercarse a la esquina de la calle Mayor, y en ella se encontró con el señor
Canuto. Por el brillo de las mejillas le pareció que debía estar borracho.
–¿Qué hay?
–le dijo Manuel. ¿De dónde viene usted?
–De
Barcelona.
–¿Ha visto
usted a Juan?
–Ahí está,
en la calle Mayor.
–¿No ha
pasado nada?
–¿Te parece
poco? Se ha acabado el reinado de María Cristina –dijo el señor Canuto en voz alta. Esta buena señora tendrá
muchas virtudes; pero lo que es suerte, no nos ha
dado muy buena a los españoles. ¡Vaya un reinado! Miles de hombres muertos en Cuba, miles de hombres muertos en Filipinas, hombres atormentados en Montjuich,
inocentes como Rizal fusilados, el pueblo muriéndose de hambre. Por todas
partes sangre... miseria... ¡Vaya un reinado!...
Manuel
abandonó al señor Canuto en su peroración y se dirigió a la esquina
de la calle Mayor. Juan estaba pálido y sin fuerzas,
formando un grupo con Prats, Caruty y el
Madrileño. Estos dos últimos, borrachos,
gritaban y escandalizaban.
–Vamos, tú
–le dijo Manuel a Juan. Esto se ha terminado.
Volvieron
todos por la Puerta del Sol y se encontraron con el Libertario y con el señor
Canuto.
–¿No decía
yo que no pasaría nada? –dijo el Libertario sarcásticamente—. Yo no sé
qué ilusiones os habíais hecho vosotros. Nada. Los terribles revolucionarios
que iban a pedir cuenta al gobierno de los miles de hombres sacrificados en Cuba y Filipinas para sostener
la monarquía, modelos de corrección y de sensatez,
se han marchado de Madrid a derrochar su oratoria fanfarrona por los rincones
de provincias. Nada. Esto es la sociedad
española, este desfile de cosas muertas ante la indiferencia de un pueblo de eunucos.
El
Libertario tenía una exaltación fría. –Aquí no hay nada –siguió diciendo burlonamente–; esto es una raza podrida; esto no es un pueblo; aquí no hay vicios
ni virtudes, ni pasiones; aquí todo es m... –y repitió la palabra dos o tres veces.
Política, religión, arte, anarquismo, m... Puede ese niño abatido y triste
recorrer la ciudad. Lo puede hacer y puede andar, si quiere, a latigazos con
esta morralla.
Ese rebaño de imbéciles no se incomodará.
–¡Tienes razón! –exclamó el señor Canuto.
En esto cruzó la Puerta del Sol, entre la gente, un
batallón. Sonaban estrepitosamente los tambores, brillaban las bayonetas y los
sables. Al llegar frente a la calle del Arenal la banda comenzó a tocar un pasodoble.
Se pararon.
–Aquí está la mili,
como siempre,
haciendo la pascua –dijo el señor
Canuto.
Al pasar la bandera los soldados se cuadraban; el
teniente decía: ¡Firmes!, y saludaba con el sable.
–El trapo glorioso –exclamó alto el señor Canuto–; el
símbolo del
despotismo y de la tiranía.
Un teniente oyó la observación y se quedó mirando al viejo amenazadoramente. Caruty y el Madrileño intentaron cruzar por en medio de los soldados.
–No se puede pasar –dijo un sargento.
–Estos sorchis,
porque visten
con galones –dijo el Madrileño–, ya
se figuran que son
superiores a nosotros.
Pasó una bandera y dio la coincidencia de que se
parara delante de ellos.
El teniente se acercó al señor Canuto.
–Quítese usted el sombrero –le dijo.
–¿Yo?
–Sí.
–No me da la gana.
El teniente levantó el sable.
–¡Eh, guardias! –gritó–. ¡Prendedle!
Un hombre bajito, de la policía secreta, se echó sobre
el señor Canuto.
–¡Muera el ejército! ¡Viva la Revolución social! ¡Viva
la Anarquía! –gritó el viejo, temblando de emoción y levantando el
brazo en el aire.
Luego ya no se le vio; desapareció entre la multitud; unos polizontes se arrojaron sobre él; los guardias civiles metieron sus caballos entre la gente... Juan intentó ir en socorro del viejo; pero le faltaron las fuerzas, y se hubiera caído si no le hubiera agarrado Manuel. Éste fue sosteniéndole hasta sacarle de en medio del gentío. Pasaron entre los caballos y los coches amontonados en la Puerta del Sol. Juan iba poniéndose muy pálido.
–Ten fuerza un momento, ya vamos a salir –le decía
Manuel.
Llegaron a la acera y tomaron un coche. Cuando pararon
delante
de su casa, en la calle de Magallanes, Juan estaba
desmayado y tenía las
ropas llenas de sangre.
(Aurora roja)
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